[El artículo de abajo lo escribí hace unos años, no recuerdo cuántos. La muerte de mi abuela materna estaba reciente y se publicó el Día de la Madre. Lo acabo de releer y creo que es justo traerlo aquí de nuevo. Espero que os guste]
Todos los días
Corrían los últimos días del año pasado. Mi abuela materna daba sus últimos estertores y yo regresaba a casa en la mañana del domingo, fiel a mi malsana condición de noctámbulo de fin de semana. Daban las diez menos un minuto en mi reloj cuando sonó el móvil. Las piernas me fallaban de cansancio y en el día claro piaban ya los pájaros con cánticos acaso premonitorios, que sin embargo no supe advertir. Al otro lado del aparato me anunciaba mi madre, con el deje de la derrota en la voz, que la suya había fallecido. Guardé el teléfono, que a veces nos sirve de algo, aunque sea para recibir malas noticias en momentos extraños, y con el empaque de quien llora hacia dentro llegué a casa. Mi descanso consistió en un café recalentado y una ducha para despojarme de esa capa de humo y sudor con que nos atavía la entrada en los garitos de noche. Luego acudí a la casa de mi abuela, de cuyas dependencias se la habían llevado; pero en los cuartos aún pude percibir ese olor que dicen posee la parca recién huída del lugar de su crimen. La siguiente parada fue en el tanatorio, donde un amigo mío había velado unos meses atrás el cadáver de su padre. La resaca, el sueño y la muerte de los allegados no resultan una buena combinación, y me sentía como un escupitajo de Dios en un valle olvidado por los hombres. Nunca suelo contemplar el interior de los féretros, así que me llevé del sepelio la imagen bonachona y dura como el pedernal de mi abuela en vida, que es al fin y al cabo la imagen que importa. Enterrábamos al día siguiente a una mujer recompensada por una juventud de sufrimientos, hambre y guerra civil, con la suficiente destreza de corazón e hierro en las venas para criar a una prole numerosa de hijos sin que se le cayesen los anillos del desaliento; una mujer que, como el acero templado en la fragua, se había licenciado con honores merecidos en la vida dura, en la crudeza de la posguerra y en el miedo a la noche y a los fascismos. Solía rezar cada día el rosario y velaba por los ángeles guardianes que, cuenta la leyenda, nos custodian a todos los seres humanos. La madre de mi madre era la clase de mujer dura pero pacífica que apenas se encuentra ya, porque hoy no se lava la ropa en el río, a temperaturas ingratas de invierno, ni se vive con los ahorros invisibles de la esperanza, ni se ha vivido la peste del hambre como después de la guerra. Así eran algunas mujeres.
Quienes pierden a sus madres se desorientan durante unos meses, como si se hubieran extraviado en la niebla del tiempo. Poco a poco, endurecidos, van regresando a su cauce, pero nada es lo mismo. Existen sujetos que desconocen la importancia de su madre hasta que se va. Deberíamos celebrar este día todo el año. Al fin y al cabo, ellas nos dieron un regalo impagable: la llave para inaugurar nuestra vida.
un texto maraviloso, siento mucha nostalgia porque mi madre se fue hace tiempo aunque hoy sigue viva, y yo hubiese querido que no fuera así. Y perdón por la intromisión (de mis sentimientos, digo), me resultó inevitable.
ResponderEliminarUn abrazo
Un abrazo, amigo.
ResponderEliminarHermoso blog. Hermosa madre, mis felicitaciones por ella, por haberla tenido y disfrutado. Una madre a la que se haya querido y admirado tanto como se demuestra en este espacio es el mejor de los patrimonios.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias, Ilona. Otro abrazo para ti.
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