Cuando nos adentramos en el cementerio de Grinzing, una localidad próxima a Viena, en busca de la tumba que cobija los restos mortales del escritor Thomas Bernhard, iba pensando en su vida y en sus obras, obsesionado con encontrar su lápida, e iba discurriendo sobre mi madre enferma y el hijo que M. y yo queríamos gestar, y por tanto me obsesionaban más que nunca la salud y la enfermedad, la vida y la muerte: estos asuntos me angustiaron allá, una y otra vez, mientras indagábamos entre los túmulos, bajo aquellos cielos grises de octubre, en medio de un camposanto silencioso, ese lugar donde todos hallaremos un día nuestro refugio eterno.
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El rostro de mi madre, A., sano o enfermo, circulaba por mis pensamientos mientras deambulábamos por allí llevados por el azar y la intuición. Señala Bernard Malamud en Las vidas de Dubin que no resulta fácil prescindir de los personajes de nuestra novela personal. Y esa novela propia, ahora lo sé bien, siempre acarrea un fardo en el que caben los amores, la familia, los amigos e incluso aquellos que nos hicieron daño y no logramos apartar de nuestras rutinas. Ese equipaje acaba pesando sobre nuestros hombros, pero también simboliza nuestra biografía y nuestra memoria aún no contaminada por la demencia.
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Te encontraré, Bernhard, te encontraré.
Eso pensaba yo, eso me decía.
Necesito hacerlo. Necesito recordar de esa manera a un muerto, a alguien al que no conocí en vida pero de cuya obra y pensamiento me empapaba. Es necesario honrar a quienes admiramos y no olvidar a quienes quisimos. Y yo, a Thomas Bernhard, en cierta medida lo quería porque lo necesitaba, porque sus obras me guiaban en la espesura pesimista de esos meses agrios y pedregosos, meses de dolor y de martirio.
Pero se me acaba el tiempo, se termina el viaje, concluye el lapso que hemos seleccionado para dar con tus huesos ocultos por la tierra y la piedra y el mármol.
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David Cronenberg, experto en las degradaciones de la carne, le contó esto a Chris Rodley en el volumen David Cronenberg por David Cronenberg:
Al parecer, Tiburón (Jaws) aterrorizó a un montón de gente. Pero la idea de que siempre llevas contigo las semillas de tu propia destrucción, y de que éstas pueden surgir en cualquier momento, es más espeluznante. Porque no hay defensa frente a ella; no hay forma de escapar de ella. Necesitas cierto conocimiento para ser consciente de la amenaza.
El cáncer se tomó su tiempo para invadir ciertas zonas sin que ella lo supiera: con sigilo, con obstinación, con un trabajo lento e implacable, propio de los carcinomas. Las lesiones de la piel le indicaron, meses después o quizá un año más tarde, que podría incubar algo grave. Por miedo a acudir a la consulta cubrió su cuerpo con mil kilos de ropa, incluso en verano; se negó a ir a la piscina y a desnudarse en presencia de otras personas; se sumergía a diario en la bañera de casa, largos baños en los que procuraba aplicarse jabón de Lagarto a esa especie de pústulas que pugnaban por rasgar la piel, pues decía que este jabón contiene las mejores propiedades para la epidermis.
Tampoco se atrevió a contárselo a nadie. Sus inspecciones corporales eran sólo suyas. El estado de su carne, de su piel, estaba vedado para cualquier otra persona, daba igual quién fuera. Su ánimo había decaído notablemente, y a ello contribuyeron, además, las malas noticias que nos golpearon en los meses anteriores.
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Cuando la ingresaron, aquella tarde, el brazo derecho se veía ya colosal, casi monstruoso, por culpa de la tumefacción de las glándulas de las axilas, que no permiten el curso natural del riego sanguíneo y del drenaje linfático y acumulan el agua en esas zonas del cuerpo. El brazo estaba tan inflado, con tantas protuberancias, que no parecía real, que no parecía ser la carne de mi madre, sino una prótesis de cómic, una extensión falsa, la de un villano de tebeo tras sufrir un accidente de laboratorio. Parecía un brazo que alguien hubiera inflado con una sobredosis de líquidos.
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Me recuerdo caminando por San Carlos con el móvil pegado a la oreja, para obtener noticias sobre mi madre. En cada llamada, el corazón me daba de hostias en el pecho. Las palabras encerraban el miedo ancestral al cáncer. Palabras como células cancerígenas, quimioterapia, veneno, fármacos, biopsia… El cáncer es una película de terror.
Driblando charcos, cobijados bajo un paraguas endeble y barato que compramos en un kiosco para defendernos de la lluvia persistente, a mi memoria acudían, una y otra vez, en letanía feroz, los versos de los poetas que habían perdido a sus padres. Nuestra imagen exterior también era negra: negro el paraguas, negras nuestras ropas, sombríos nuestros semblantes. Negra y también tétrica era la escultura de Anna Chromy llamada “Il Commendatore”, en honor al Don Giovanni de Mozart. Cada rincón al que yo miraba lo cubría ya una sólida pátina de pesimismo. Veía la fatalidad en cada esquina, en cada gesto, en cada edificio.
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Nos invitaron a esperar en una sala atestada de pacientes. Hombres y mujeres que, en apariencia, soportaban con entereza ese trago de hiel, como si los tumores los hubieran jodido… pero no tanto como para abandonar la ilusión. Vendas, muletas, pelucas y gorras que ocultaban la caída del cabello. Personas infectadas que aún conservaban el empuje necesario para seguir adelante. Podía imaginar sus bultos, sus eczemas, sus laceraciones, sus pústulas, sus carnes y sus pellejos carcomidos por el avance imparable de las células malignas.
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Pienso en Verano, de Coetzee. Pienso en ese pasaje en el que le extirpan un tumor de garganta al padre del escritor y a éste le comunican que debe ocuparse de su convalecencia, pues ese cáncer le deja en manos de terceros. Y Coetzee admite que no puede, que eso significaría aplazar sus quehaceres. Sabe que sólo resta una de estas dos posibilidades: o se convierte en el enfermero de su padre, renunciando a su propia vida; o lo abandona, dedicándose por entero a lo suyo. No hay una tercera vía, concluye.
Y eso es lo que les ocurrió a mis hermanos: al vivir en la misma ciudad y, además, habitar el mismo piso, trataron de seguir con sus costumbres (trabajo, estudios, amigos), pero la enfermedad y los cuidados derivados del carcinoma infectaron sus vidas, dominaron sus rutinas, los consumieron despacio.
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Todo eso, y mucho más, constituyó parte del tratamiento domiciliario. Mis hermanos llevaban una agenda para evitar confusiones. Kitril: un comprimido antes del desayuno y la cena, durante dos días, comenzando después del ciclo de quimioterapia. Primperán: dos comprimidos antes del desayuno, la comida y la cena, durante tres días, comenzando después del ciclo. Dexametasona: ocho comprimidos en el desayuno y la cena el día anterior al ciclo, en la cena del día del ciclo y en el desayuno y la cena, al día siguiente del ciclo. Omeprazol: un comprimido diario en el desayuno, en los mismos días que la Dexametasona. Ratiograstim: una ampolla subcutánea cada veinticuatro horas durante siete días. Paracetamol: un comprimido, media hora antes del Ratiograstim. Primperán: dos comprimidos antes del desayuno, la comida y la cena durante dos días. Capecitabina: tres comprimidos de 500 mg, después del desayuno y la cena durante catorce días consecutivos, y luego suspender la dosis.
Cada cuatro o cinco días, analítica. Cada veintiún días, ciclo de quimio.
Así vivía ella, así vivían mis hermanos.
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La química abrasaba tanto la piel que, en esas zonas, siempre se veía reseca, lastimada, endurecida. Vi un repertorio de postillas y de heridas que parecían estar pudriéndose. Vi regiones sombreadas por una gama casi hermosa de colores, como cuando los cardenales admiten todas las tonalidades del arco iris. Vi una amalgama de úlceras, descamaciones, arrugas y enrojecimientos. Era un paisaje atroz, al mismo tiempo horrible y natural, que conjugaba el símbolo de la maternidad (el pecho que alimenta al bebé) con la furia del virus (las lesiones externas), todo ello tamizado por un caleidoscopio de colores enfermos. Fue como si mirase al abismo, y desde luego éste me devolvió la mirada.
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En el Monte Kapuzinerberg pasamos junto a una verja que nos llamó la atención. Le hice una foto sin saber que la valla marcaba los límites de la antigua propiedad de Zweig. Me atrajo por el buzón de suburbio norteamericano, con las letras U.S. MAIL escritas en la puertecita. Al fondo, bosques frondosos y entre sombras. De regreso al hotel supe que se trataba de la casa donde viviera el escritor.
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Cuando la encontramos, por fin, nos decepcionó profundamente. Es una calle horrible y pequeña, absurda y deprimente. Con un diminuto parquecillo, varias casas idénticas y una docena de coches aparcados. Una calle aislada y espantosa en un suburbio lejano, tétrico y nefasto. Quizá fuese el castigo impuesto a Bernhard por ser tan crítico con la ciudad y sus habitantes.
A la calle la precede una placa o letrero que indica, con letras blancas sobre fondo azul, que llegamos a la Thomas-Bernhard-Straße. Un letrero atornillado a una señal de tráfico advierte que ese tramo es paseo habitual de escolares. Hicimos fotos y las miro ahora y el paisaje desprende un aura de tristeza que retuerce las tripas: al fondo se divisa un edificio en obras, con grúas, y un autobús interurbano, y el cielo gris.
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Durante un año habíamos soportado varias alarmas. Los médicos creían que estaba invadida y luego no lo estaba. Primero sí, luego no. Como esos personajes beckettianos. Sí. No. No sé.
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