viernes, 25 de noviembre de 2011

Jeff Buckley: Grace



Uno de los temas favoritos de mi madre. Del gran Jeff Buckley, que murió ahogado en el 97.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Carta a Leonard Cohen, por Francisco Javier Irazoki



Ahí están las calles de compás negro, donde los cortejadores de la aguja calientan su porción de olvido. Suena un concierto de ambulancias sinfónicas.
Es invierno en París y, bajo los soportales, canta una mujer muy bella. Las miradas de los viandantes acarician su vestido de aguaturma. Ella sonríe desde la pobreza elegante, apoyada en una pared que parece un signo de interrogación, y a veces me habla con esa leve dejadez de quien habita en casas en las que nadie barre la tristeza. Al final canta tus canciones. Entorna los ojos y los versos se posan sobre un diminuto cadáver embozado en escarcha.
Sé que envejeces, Leonard, que oyes cómo en la habitación contigua gozan contra ti las mujeres amadas y que te alivias describiendo el peso de la melancolía cifrada en lluvia. Te convendría ver tu emoción hecha vaho que despiden los labios más peligrosos de mi urbe. Aunque nunca conquistarás a esta mujer que ya se ha comprometido en amor con tu palabra.

jueves, 17 de noviembre de 2011

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Dicen que para todo hay una primera vez. Y no siempre es placentera. Hoy será uno de esos días. Es mi cumpleaños y, por vez primera, no recibiré una llamada de mi madre para felicitarme. Hay que convivir con ello, no queda otra opción.

En la foto de arriba, un recuerdo agridulce: en la boda de uno de mis primos; como ella apenas podía mover el brazo derecho por culpa de la enfermedad y tenía que merendar, yo le sujetaba el yogur. Junto a nosotros, otro primo. Una tarde inolvidable.    

En la foto de abajo, una realidad dulce: mi presente.



miércoles, 16 de noviembre de 2011

George Harrison: My Sweet Lord




Anoche fui al cine a ver George Harrison: Living in the Material World, el documental de 3 horas y 35 minutos que ha rodado Martin Scorsese. Durante la proyección, como es obvio, me acordé de mi madre: a ella le apasionaban The Beatles, y también Scorsese, y también Harrison en solitario. En algún momento del metraje reproducen la versión de este tema en el Concierto para Bangladesh, que a ella le entusiasmaba, y por ello la traigo hoy aquí. 

martes, 8 de noviembre de 2011

Se va, se queda Ana Franco



Cuando la conocí –en mi recuerdo aún infantil hay una muchacha de sonrisa ocupada por el gas precioso de la juventud- era un hada guardando la entrada de los sueños en un cine familiar, el “Barrueco”, donde nosotros entrábamos a sacudirnos la caspa de la tristeza habitual de la ciudad. Ella nos recibía allí, poniéndonos del lado de una vitalidad que sin escrúpulos, en el olor a sal y a monda sucia de naranja de la penumbra de la sala, saltaba a la pantalla donde la vida seguía por su cuenta, prometiendo gloria y riesgo a quienes estábamos educados cuidadosamente en la conformidad.
Así que si alguien se propone alguna vez hacer la crónica lateral de la ciudad adormilada debería nombrarla con respeto a ella: Ana, Ana Franco. Así se llamaba aquella muchacha -¿pero nosotros qué sabíamos?- que se quedaba cada vez entre las manos el recorte decimal de una entrada, la garantía de que rompíamos por fin con las anclas grises de una vida destinada a ser un vals triste, hecho del compás de las frustraciones. Ella nos redimía con su gesto ágil y su nerviosa luminosidad. Nos permitía pasar a descansar de tanta orilla harta. Así la recuerdo ahora en el primer movimiento de la memoria.
¿Y quién iba a imaginar lo que ella ya veía por entonces, con aquella mirada que tanto dañaba por su soltura? Porque en sus ojos había luz perdida de tronera que solo mucho tiempo después yo iba a volver a saber. Fue en un suceso imprevisto. Había pasado el tiempo con su lengüetazo sobre todos nosotros. Y, mediados los años noventa, ella -o quizás su hijo José Ángel: ambos éramos ya amigos- me llamó un día a su taller. Desde otra ciudad, yo acudía entonces mansamente cada tarde pactada hasta aquel espacio modesto y suficiente. La vida se le había puesto difícil y encrespada pero ella creía en la luz y por ese pasapurés de ilusión lo iba filtrando todo. Y en lo que duró el proceso de un retrato hablábamos mucho sin mirarnos: ella trabajaba lentamente y yo escuchaba lo que me iba diciendo mientras cumplía sus órdenes. Hablábamos de sueños. De lo que en los años sesenta hubiéramos querido ser. Sí, de aquellos “deseos de ser piel roja”, que diría Kafka, más allá de los engranajes perversos del mundo, más allá del destino escalfado, como un huevo frío y pobre, de quienes tuvieron que quedarse en la ciudad. Pero ella eligió no romper el contrato con el país risueño de la infancia. Su alma era naïf, como algunas de sus criaturas, y no le costaba nada ponerla al descubierto. De pronto, en mitad de una palabra, ella me ordenaba con tajante dulzura: “Quieto así”. Y a mí me parecía que jugábamos de nuevo a aquel juego infantil, el esconderite inglés, donde uno debía desafiar al tiempo y quedarse quieto, muy quieto, para que no le rozase siquiera un ala negra mientras lo demás seguía envejeciendo. Alguna vez se lo dije; los dos nos reíamos exactamente así, como dos niños. O como dos pieles rojas.
Y tal vez es lo que me voy a creer a partir de ahora: que te has quedado quieta, querida Ana, que no te has ido del todo sino que has preferido asistir desde la inmovilidad –como yo mismo en aquellas sesiones maniatadas de tu retrato- a nuestra galería de visajes y de esfuerzos torpes por ir ganando metros a la supervivencia. No, no te has ido. Te has escondido en la luz de tu pintura, en tu mundo íntimo de niños y de colores que nadie veía salvo tú. En los ojos que querías pintar siempre grandes como si por ellos pudiera entrar el cajón de sorpresas de la vida.
A mí personalmente me queda aquella niña que pintaste mirando indefensa bajo un paraguas rojo los charcos de una calle llovida, sin atreverse jamás a cruzarla. Una niña que quise mucho desde que la vi y que ya es parte, para siempre, de mi museo privado, ese donde los sueños y las obsesiones hacen trenza común donde apoyarse uno sin miedo. Tú me contaste entonces cosas de aquel cuadro. Ahora prefiero pensar que esa niña eras tú, Ana, a punto de cruzar siempre –oh, ya lo has hecho- una calle de reflejos de lluvia, protegida por colores pimpantes y con la mirada de los que ven más de lo que hay y, por piedad, no siempre nos lo dicen. La mirada de los buenos.

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
[Publicado el 22 de diciembre de 2010 en El Adelanto ]

domingo, 6 de noviembre de 2011

Besos de sobrina


Ayer fue el cumpleaños de mi prima Manuela (que vive en Alemania), pero entre unas cosas y otras no me ocupé de los blogs. En la fotografía aparece ella dándole un beso a mi madre en el festín posterior a la boda de uno de mis primos. En ese momento mi madre ya estaba bastante enferma, y sin embargo había mostrado una mejoría tan espectacular que fue capaz de salir de casa e ir a esa boda, de la que tengo un montón de fotos que me hacen reír y llorar. Hay un par de fotos en las que salimos mis hermanos y yo con ella: las últimas que nos hicimos los cuatro juntos. También hay una del mismo evento en la que sostengo un yogur para que ella meriende; quizá un día de éstos la cuelgue por aquí. De momento quedaros con esta otra imagen de felicidad, que he cambiado de color a blanco y negro porque me gusta más así.

martes, 1 de noviembre de 2011

Día de los Muertos / Día de Todos los Santos



LA ESPERA

Te están echando en falta tantas cosas.
Así llenan los días
instantes hechos de esperar tus manos,
de echar de menos tus pequeñas manos,
que cogieron las mías tantas veces.
Hemos de acostumbrarnos a tu ausencia.
Ya ha pasado un verano sin tus ojos
y el mar también habrá de acostumbrarse.
Tu calle, aún durante mucho tiempo,
esperará, delante de tu puerta,
con paciencia, tus pasos.
No se cansará nunca de esperar:
nadie sabe esperar como una calle.
Y a mí me colma esta voluntad
de que me toques y de que me mires,
de que me digas qué hago con mi vida,
mientras los días van, con lluvia o cielo azul,
organizando ya la soledad.


Joan Margarit, Llegas tarde a tu tiempo

[La fotografía fue tomada en el Cementerio de San Atilano, en Zamora, de camino a la tumba de mi madre]