Mis hermanos me regalaron, el Día de Reyes, este libro que perteneció a nuestra madre: las Cartas a Theo, de Vincent Van Gogh (edición de mayo del 82). Para mí es simbólico. Porque este mismo ejemplar es el que yo leí hace años, cuando ella se obstinó en que lo leyera, y porque fue uno de sus libros favoritos y a mí también me apasionó. Yo no tenía este título en mi biblioteca. Tendré que restaurarlo porque se le caen las hojas por el uso continuo y los préstamos a otras personas y los traslados domiciliarios. Al día siguiente de recibir este regalo, esta herencia, lo abrí al azar y encontré las siguientes palabras (ya sé que resulta difícil de creer, pero a veces el destino encierra estos caprichos) de esperanza, que copio a continuación:
Los pintores –por no hablar sino de ellos–, estando muertos y enterrados, hablan a la generación siguiente o a varias generaciones siguientes por sus obras.
¿Es eso todo, o hay todavía algo más? En la vida del pintor, tal vez la muerte no sea lo más difícil de obtener.
Yo confieso no saber por qué será, pero siempre la vista de las estrellas me hace soñar, tan simplemente como me impulsan a soñar los puntos negros que representan en el mapa las ciudades y lugares. ¿Por qué, me pregunto, los puntos luminosos del firmamento nos serían menos accesibles que los puntos negros en el mapa de Francia?
Si tomamos el tren para irnos a Tarascón o a Ruán, tomamos la muerte para irnos a una estrella.
Lo que es realmente cierto en este razonamiento es que, estando en vida, no podemos irnos a una estrella; lo mismo que estando muertos no podemos tomar el tren.
En fin, no me parece imposible que el cólera, el mal de piedra, la tisis, el cáncer, sean medios de locomoción celeste, como los barcos a vapor, los ómnibus y el ferrocarril, lo son terrestres.
Morir tranquilamente de vejez sería ir a pie.
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